EL EJERCICIO DEL MANDO Y LA FE EN DIOS

(www.revistamarina.cl, junio 2004, Boris Leyton Morán , Capitán de Navío IM)

Este artículo fue escrito originalmente durante la misma semana en que ocurrieron los hechos que se relatan y enviado en su oportunidad a la Revista de Marina para su publicación. Su Director, en una decisión cuya certeza avala el tiempo, sugirió no publicarlo para evitar la errónea interpretación que en su tiempo pudo habérsele dado.

Hoy, con un quinquenio transcurrido, el autor ha decidido enviarlo, sin haber cambiado una sola silaba de lo escrito en aquella ocasión, a fin de mantener el valor de los pensamientos nacidos del alma durante el transcurso de tan aciagos momentos. Originalmente el título de este artículo fue “El dolor del Comandante”, pero la perspectiva del tiempo ha hecho aconsejable cambiarlo por el actual, por cuanto representa en forma más integral la enseñanza que con su publicación se quiere entregar.

La Ordenanza de la Armada entrega al Comandante: “El mando de la Unidad y la responsabilidad que involucra....” (Art. 543) y además la responsabilidad de la preparación para la guerra del personal puesto bajo sus órdenes (Art. 549). Lo anterior, unido a la función primordial de la Armada expresada en el Art. 12 del mismo texto, constituyen los pilares fundamentales del accionar de quien ha sido privilegiado por la Institución para el ejercicio del más hermoso, pero a la vez más dificil, cargo que un hombre de armas deba desarrollar: el mando de una Unidad de Combate. Así entonces, el comandante debe estar plenamente convencido de que su preparación profesional y la de toda su unidad debe estar orientada a la victoria en el combate.

El autor, ha querido iniciar este relato con el marco general expuesto precedentemente, para compartir con sus camaradas de armas, dentro del citado contexto, la más dolorosa experiencia que un comandante deba vivir, cual es la pérdida en acción de uno de sus comandantes subordinados.

Hace más de cien años que nuestro país no enfrenta una guerra y ojalá transcurran cien más sin tener que enfrentarla, dado el horror que ésta significa para la población entera y sus funestas consecuencias en la economía del país. Ello hace difícil la comprensión, para aquellos que no están en la noble profesión de las armas, de los sacrificios y riesgos que día a día enfrentan quienes tienen la irrenunciable misión de prepararse para la defensa de la Patria en una guerra; más aún en estos tiempos dominados por el relativismo y la política de conveniencias.

Han transcurrido poco más de tres días desde que este Comandante, durante uno de los tantos ejercicios realizados para la preparación de la Unidad para el combate, vivió la desoladora experiencia de ver truncada la vida de unos de sus comandantes subordinados; permaneciendo aún en su retina el rostro sereno con el cual ese joven guerrero nos dejó para encontrarse con el Padre Celestial, y que captó al momento de entregarle su bendición en el lugar mismo donde cayó mortalmente herido y cuando ya los humanos esfuerzos para revertir la voluntad de Dios eran inútiles. Lo que sobrevino después también forma parte de las responsabilidades que el comandante debe afrontar, es decir, el sobrellevar la desgarradora tristeza de la pérdida de un ser querido en la “soledad del mando”, pero simultáneamente continuar exigiendo eficiencia y eficacia a su unidad e infundiendo en ella la confianza en la superación de las dificultades, basado en el espíritu de cuerpo y sentido del cumplimiento del deber que la institución nos ha inculcado desde siempre.

El dolor del comandante no es posible explicarlo. Sólo aquellos que ejerciendo el mando han vivido circunstancias similares, son capaces de entenderlo en su real dimensión porque, aún cuando parezca contradictorio, es también parte del privilegio de ejercerlo y, como en tantas otras circunstancias difíciles; sólo la fortaleza de espíritu forjada en una sólida formación cristiana y militar, más el apoyo silencioso pero sin restricciones de su familia y también de sus subordinado; son capaces de entregarle al comandante la energía y entereza necesarias para seguir ejerciendo sus tareas, aún con el alma desgarrada, pero con el espíritu en alto y con la firme convicción de que la misión que le ha sido encomendada debe llevarse a buen término.

Esta experiencia personal como comandante de una unidad de combate, le deja al autor la sólida convicción de que los conocimientos profesionales más acabados, la experiencia profesional más extensa, en fin, todo aquello que hace a un comandante verdaderamente capaz, no tiene sustento alguno en momentos de prueba como éstos, si acaso no están avalados por una profunda Fe en Dios. Sólo ello nos permite aceptar lo a veces inaceptable a la razón humana y que constituye la voluntad divina.
Viene entonces a la memoria del autor un sermón leído en la historia de un soldado sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial y que fue reseñado en su funeral:

“Había una vez un caballero, quien vivió plenamente su vida; que después de fallecer se detuvo con el Señor a las puertas del cielo, miró hacia atrás y comenzó a revisar su vida que estaba representada por una larga playa arenosa, pudiendo distinguir en ella dos hileras de huellas; unas eran las suyas, las otras pertenecían al Señor. Al mirar con mayor detención, se fijó que en los tiempos más difíciles de su vida, durante los momentos de crisis en que pensaba que ya no podría más, se veía en la arena sólo una hilera de huellas. Entonces dijo al Señor: Yo no te entiendo Señor, tu dijiste que cuando decidiera seguirte tu caminarías a mi lado toda mi vida. ¿Por qué entonces, Señor, en mis peores días me abandonaste? ¿Dónde estabas que sólo veo mis huellas en la arena? Y el Señor le respondió,... no, hijo mío, yo nunca te abandoné. En esos peores momentos había sólo una hilera de huellas y esas eran las mías, porque en esos días yo te llevaba en mis brazos”.

Después de vivir la experiencia reciente ya reseñada y traer a la mente tantos otros momentos difíciles vividos durante todos los años de ejercicio del mando, a este comandante no le asiste duda alguna acerca de la veracidad de lo expuesto en el citado sermón. Sólo así, con una profunda Fe, es posible superar las pruebas a las que están sometidos quienes tienen el deber de conducir las Unidades de Combate de la Armada de Chile y, de entre ellas la más difícil, superar el dolor del alma del Comandante para seguir adelante conduciendo a la Unidad en su preparación para el combate, razón de ser de este honor y privilegio que le fue otorgado.

Sirva este artículo, además, como un homenaje a ese joven guerrero (Teniente 2º IM Gonzalo Rosas Berardi (Q.E.P.D.), fallecido trágicamente el 31 de julio de 1998 en un accidente del servicio) que tuvo la suerte de ser escogido por Dios antes que nosotros y también a sus padres, quienes con una fortaleza y entereza admirables, asumieron, sin cuestionamientos, la voluntad del Padre y constituyeron en su momento un apoyo invaluable para su comandante.